Cuadra y media: lo que la primera vez me pareció una eternidad debido a lo pesado de mis maletas pero que, gracias a la ayuda de quien, por su acento, me dio la impresión de ser yucateco, era la distancia ya no tan tortuosa que separaba el hostel de la estación de autobuses en Cancún.
Había planeado tomar el autobús de las cuatro y media de la tarde pero debido a una confusión en el horario de mi vuelo cortesía de mi aplicación en el celular decidí adelantarme en el traslado dos horas para asegurarme de no perder mi viaje a Madrid. Tristemente la hora efectivamente no había sido modificada, por consiguiente, el chico del Starbucks del aeropuerto me causó mi primer paro cardiaco por el altísimo costo de un café: la módica cantidad de $89 pesos por un capuchino (me recordó la famosa historia que alguna vez vi en Facebook). Resignada, me dediqué a consumir mi tiempo en la computadora; pasadas cuatro horas de ocio, levanto la mirada y me doy cuenta que se ha formado una inmensa, de verdad, inmensa fila para hacer el check in en los mostradores de la aerolínea que sería la encargada de cruzarnos "el charco". Con todo y mis casi 35 Kilos de equipaje que terminaron por joderse la llantita de mi maleta caminé al final de la fila y, para mi sorpresa, escuché en vivo y en directo las vocecitas castrantes de un centenar de españoles exlamando "joder, joder, ostia, vale, mola..." ¡¡¡aaaaarggg!!! ¿Por los próximos cinco meses será lo único que escuche? Sólo espero no regresar hablando en ese tono tan enfadoso...
Pasada una hora por fin pude, con boleto en mano, dirigirme a la sala de espera más cercana a la puerta de abordaje, pero antes, con el fin de prepararme para los primeros gastos llegando a Europa, me encaminé a la única casa de cambio del aeropuerto. Bendito sea el inepto al que se le ocurrió colocar sólo una en todo el lugar y, para acabarla, hacer que cierre a las siete de la noche, de modo que me arruinó por completo el plan de ir preparada y me tuvo casi media hora cambiando mis pesos por euros en cuanta tienda, restaurant y establecimiento se me cruzara en el camino. Con una bolsa llena de moneditas de todas las denominaciones posibles y algunos pesos que me fue imposible intercambiar abordé mi avión en el lugar más adecuado para cerrar con broche de oro la noche: entre dos tipos que sólo hablaban inglés y un español que se la pasó haciendo corajes y quejándose de que no podía usar el móvil durante el traslado transatlántico.
Gracias a Dios sobreviví a las diez horas sentada en uno de los asientos más incómodos de mi vida, en un espacio tan reducido que en más de una ocasión dejé de sentir mis piernas y juraría que éstas me serían amputadas tan sólo aterrizar. Para cambiar un poco la mala racha del día anterior, apenas llegando a la banda transportadora del equipaje me encontré con que mis maletas fueron de las primeras en aparecer, además de que el traslado a la estación sur de autobuses de Madrid no representó mucho problema (excepto por lo pesado del equipaje); sin embargo, el duro golpe de pagar tanto por cosas tan simples vaya que me noqueó: un euro por usar un carrito para poner las maletas, casi cinco euros por el tren para llegar a la estación de camiones, 18 euros por el viaje de Madrid a Granada, sin contar con que la idea de irme a la una de la tarde se vio tirada por la borda al momento en que la cajera me advirtió que había espacio hasta las cuatro y media de la tarde: otra larga espera perdiendo el tiempo en el Internet.
Cinco horas y media después, por fin pisé tierra de la ciudad que me daría cobijo por los próximos meses, rodeada entre fuertes abrazos y una centena de besos, lo caro del taxista que cobró hasta por subir las maletas a la cajuela, las callecitas empinadas y el montón de puestos árabes me dieron la bienvenida a mi nueva vida como estudiante de intercambio: ¡Hala Graná!